Pop Politics: Activismos a 33 revoluciones
Exposición
colectiva (34 artistas)
Centro de
Arte del Dos de Mayo, Móstoles
Del 30 de
noviembre al 21 de abril 2013
Paula Fayos Pérez
“Lo personal es político y
lo político es personal”, dice el comisario de la exposición, Iván López
Munuera. Pop Politics busca la interacción de diferentes
tipos de música como el rock, el pop y el punk con la política y el mundo
actual, tratando de explicar por qué la música puede movilizar comunidades
enteras y qué relación tiene con la vida política. A través de las obras se
estudian ideas tales como el consumismo, el fenómeno fan o la teoría queer. Podemos observar cómo la música
ha evolucionado paralelamente a la sociedad, reflejando sus gustos, sus miedos
y sus esperanzas. Este desarrollo análogo e influencias mutuas recuerdan a las
caídas y subidas de la bolsa, que dependen siempre del estado de los gobiernos
políticos, y viceversa. Siendo un poco excéntricos podríamos acordarnos de E.T.
y Elliott, cuya relación era tan estrecha que cuando uno enfermaba, al poco
también el otro perdía la salud.
La primera obra que tuve la
oportunidad de ver en la exposición era de Jeleton (nombre
artístico del dúo Gelen Alcántara y Jesús Arpal Moya),
que utilizaba imágenes de
Willliam Morris y de McKintosh para recordar que el activismo político no está
muerto. Morris publicó una edición de El
capital de Marx en la Kelmscott Press,
una editorial creada con suma dedicación, literalmente, de su puño y letra. Este
poeta, editor, activista, tipógrafo y diseñador (el primero), ha sido llamado
un “socialista poético” porque dedicó su vida a difundir un arte que fuera bello
y útil. Esto me recuerda a la frase del poeta mexicano Cesar A. Cruz, “el arte
debería confortar a los disturbados e incomodar a los cómodos”. Enlazando con
esta obra sobre el movimiento Arts&Crafts,
y puesto que hablar sobre los treinta y cuatro artistas expuestos sería abrumador,
opto por abrir una vía diferente y hacer un breve recorrido por la relación
entre música y política en el siglo tratado en esta obra, Las lilas de Jeleton, antes de que existieran reivindicadores como The Clash o Bob Dylan.
Hasta el siglo XIX los músicos
habían sido simples lacayos al servicio de reyes y obispos debiendo componer
según la moda del momento y las exigencias de su patrocinador, sin poder permitirse
el lujo de reivindicar nada con su música. A partir de 1800 el músico se
emancipó de la categoría de criado y se sumergió en la creación individualista,
la cual aunque siguiera un estilo más o menos reconocible, dependía más del
carácter y los intereses del compositor. Por tanto el romanticismo, liberado
del yugo de la servidumbre, se lanzó al lirismo autorreferencial olvidándose
del público y el resto de la sociedad. Sin embargo ese distanciamiento de la
realidad social tiene sus excepciones, por ejemplo en la figura de Beethoven,
quien ocasionando un escándalo entre la aristocracia vienesa, llamó a su
tercera sinfonía Bonaparte,
esperanzado por el cambio a favor del pueblo que el general parecía prometer (cuando
éste se coronó emperador y se instaló en el palacio de Schönbrunn Beethoven
cambió el nombre por Heroica). Otro pionero
es Lizt, en su caso como fenómeno de masas, genio de personalidad excéntrica
(como los cantantes de algunos de los mejores grupos de rock del siglo XX) y artista
de fama internacional; sus seguidores (primeros fans) podían asistir a sus
giras de conciertos por toda Europa, y se dice que durante los pasajes virtuosísticos
más exaltados había jovencitas que se desmayaban (lo que hace pensar en la gira
de los Beatles por Estados Unidos). El
hecho de que la música de esta época fuera desconocida para la mayoría de la población
se debía a la poca difusión que tenía (en ocasiones limitada a carteles pegados
en las fachadas de los auditorios y teatros) y a la escasa educación musical. La
llamada música “culta” o “seria” estaba reservada como su propio nombre indica,
a las élites culturales y por lo tanto a las clases privilegiadas. Sin embargo
esto no evitaba que las cocineras y los carteros tararearan por las calles y en
el trabajo las melodías de las óperas de Verdi, Rossini o Puccini. Según se
adentraba el siglo XIX el arte se hacía cada vez más político y la sociedad se
reflejaba más y mejor: en el caso de Verdi, sus melodías estaban profundamente
ligadas al patriotismo de los años de Garibaldi y la unificación de Italia, y
ya desde la época de Mozart aparecían continuamente pequeñas “batallas de clases”
entre criadas y señoras o entre patrones y trabajadores. Y ya no digamos en
España las zarzuelas (llamadas el “género chico” precisamente por dirigirse al
gran público y utilizarse un lenguaje “vulgar”). Éstas hablaban a menudo de la
situación política (como la guerra de Cuba en Gigantes y cabezudos) y se hacían continuas referencias, solapadamente
y en forma de guiños cómicos, a políticos o figuras importantes de la
actualidad. Fue precisamente esta inmersión en la actualidad, esta bajada desde
el pedestal del conservatorio, lo que hizo que el público se sintiera
identificado con sus historias y cantara sus tonadillas por las calles, haciendo
que las zarzuelas gozaran de un inmenso éxito hasta la última que se compuso
antes de la guerra civil (La del manojo
de rosas). Poco a poco, ayudados por medios de difusión como la radio, se
fueron desarrollando diferentes tipos de música “popular” (término original de pop), en una escala de mayor a menor
refinamiento: desde los valses y las polkas de las fiestas de las clases altas,
hasta el charlestón y el ragtime.
Nietzsche dijo en una
ocasión que “la vida sin música sería un error”. Podríamos añadir que la
sociedad sin música estaría incompleta o muda y que cada época ha hecho del
arte su voz, ya fuera la Rusia estalinista de Prokofiev cantando los coros de Alexnder Nevsky, la Inglaterra minera de
los Sex pistols manifestándose en
contra de Margaret Thatcher, o llegando a los límites trágico-cómicos, los
helicópteros en Apocalypse Now de
Coppola lanzando Napalm al ritmo de Las valquirias.
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