Bernardí Roig está fundamentalmente
interesado en cuestiones como la figuración humana (inscribiéndose en la iconografía
clásica), la integración en el espacio, el uso de arte tecnológico, y la acción
de la luz como protagonista - rasgos que se aprecian en artistas como Jaume
Plensa, Daniel Canogar y Chema Alvargonzález. Roig dice que sus obras dialogan
con el espacio que ocupan porque con su presencia activan el lugar, y que los
límites de la obra son los propios límites del espacio que la contiene. También
afirma que finalmente el espectador es quien despierta el relato, aportando su
visión particular a la obra y dotándola de un sentido único. En este caso, los “artefactos”
del autor están camuflados entre la colección permanente del Museo Lázaro Galdiano,
habiendo sido ésta la primera vez que se ha introducido a un infiltrado moderno
en ella. Este diálogo (o “monólogo en espacio compartido”) establecido entre
arte de distintas épocas ya se utilizó en 2009 en Ca’Pesaro, Venecia. Aquí, las obras de Roig invaden cada rincón del
museo, consiguiendo de alguna forma no romper con la estética reinante. Como si
llevaran allí desde la fundación del museo, brotan de las paredes y el suelo
como elementos orgánicos, tanto en el interior como en el exterior, y redescubren
rincones antes olvidados o ignorados. El Museo Lázaro
Galdiano es en sí una “colección de colecciones”, y
la exposición gira en torno a la idea del coleccionismo, presentando al artista
como un “coleccionista de representaciones”.
En Ejercicios
para chupar la luz aparece esa figura masculina tan característica, blanca
como una aparición, semidesnuda y rechoncha, con los ojos cerrados como puños,
y arqueada bajo el peso de la luz. Está marcada por una inequívoca introspección
que no deja indiferente; lo que Roig llama un “impulso obsesivo hacia la
búsqueda de lo imposible”. ¿Es esa búsqueda de lo imposible una confrontación freudiana
con el propio inconsciente, llevándonos a perseguir y desear lo prohibido o lo
desconocido? Como Tiresias, somos ciegos adivinos que debemos valernos de nuestra
luz interior para sobrevivir, y persistimos tercamente en la adoración de una divinidad
solar que nos ciega aún más y nos maniata. Ya nos decía nuestra madre, “niño, no
toques la bombilla que te vas a quedar pegado”, pero como una mariposa nos
vemos irresistiblemente atraídos hacia la luz. Es la pulsión medio masoquista
medio curiosa de Ícaro volando hacia el sol, como urracas seducidas por lo
brillante. Esas bombillas y neones parecen haber huido de sus entrañas, como
vomitadas, convirtiendo a sus antiguos portadores en criaturas angustiadas e incoloras,
patéticamente anhelantes, y con los pantalones a medio subir.
En el tablero de imágenes destaca la
presencia obsesiva de cabezas calvas, que recuerdan al uso del huevo en Dalí, la
manzana en Magritte, o la piedra en Brancusi, símbolos del origen del mundo. Como
la esfera, la superficie de una cabeza calva es ilimitada pero finita, al igual
que sus asociaciones. Obsesión, repetición, eterno retorno. Este uso autorreferencial
casi patológico de las paranoias, me recuerda a un documental sobre la obra de
Mozart, en la que se decía que el compositor escribía la música que calmaba sus
nervios y sus obsesiones repetitivas, como una suerte de terapia artística (como
por ejemplo el aria del Papageno). Queda claro por la última exposición de Roig
(Walking on faces, Lonja de Palma de
Mallorca) que su obra tiene una gran acogida entre el público. Y me atrevería a
decir que el espectador se siente especialmente identificado con esas criaturas
fantasmagóricas, esos illuminati
caídos del pedestal que convierten al arte mismo en antihéroe.