El
coleccionista de obsesiones
Museo
Lázaro Galdiano. Del 25 de enero al 20 de mayo de 2013
Patricia
San José García
Una constante en la obra de Bernardí Roig es el tratamiento
escenográfico del espacio –heredado
del barroco–, por el que todo lo que se encuentra en dicho espacio forma parte
del relato –incluido el espectador, que lo activa–, y en El coleccionista de obsesiones se puede notar incluso antes de
entrar al recinto del museo, cuando vemos a lo lejos colgado en lo alto de un
árbol a uno de sus hombres blancos. Para distribuir sus imágenes –digo imágenes
y no esculturas, dibujos o vídeos, porque así las entiende el artista– Roig
apela a la curiosidad y al deseo de mirar que sentimos todos los seres humanos.
Tanto sentido escenográfico como pulsión escópica, provocan que el espectador
tenga que implicarse, tanto físicamente, pues se siente obligado a moverse por
todo el espacio, como emocionalmente, ya que se siente incitado a mantener la
atención en el relato de una manera continuada.
Hay
que destacar que, aunque no todas las obras son hechas ex profeso para la muestra, Roig ha tenido que tener en cuenta el
espacio del museo y sus colecciones para establecer su discurso, y es éste uno
de los aspectos más interesantes de la exposición, esto es, el diálogo y la
interacción que se establecen entre las obras de Roig y las de la exposición
permanente del museo, que no posee obras contemporáneas. En ocasiones esta
interacción se hace por medio de un guiño hacia las obras –manuscrito de Blow
up que dialoga con los otros manuscritos de la sala, Acteón devorado por sus
perros, hecho en plata, al igual que otras obras de la sala a la que se
enfrenta, o figura en la ventana con marca de la Pasión colocada entre un
cuadro de El Bosco y una vanitas– y
en otras se hace a través del bloqueo de las mismas –figura que bloquea a los
cuadros de Zurbarán–. Esta sensación de bloqueo e imposibilidad se siente, por
otra parte, en las figuras de Roig, que tienen los ojos siempre cerrados –conformando
un gesto a lo Messerschmidt–, ante una luz cegadora, que les hace en realidad
ver con más claridad, como a Tiresias.
Que
Roig haya escogido espacios expositivos que no están concebidos en principio
para exponer –jardín, sótano, sala con armaduras, cornisa, balcón– resulta muy
dinámico, porque te hace recorrer toda la extensión del museo, y es muy
significativo, ya que el artista quiere enseñarnos sitios no accesibles
normalmente porque sabe que sentimos una atracción irresistible por lo prohibido.
En el caso de la escultura que coloca en el sótano, junto a las abandonadas
revistas de Goya, pretende mostrarnos
la infertilidad del conocimiento y del arte cuando queda simplemente
almacenado.
El
epílogo perfecto de la muestra se encuentra en una vitrina que contiene una
gran cantidad de imágenes muy diversas, gracias a la cual podemos entender el
proceso creativo que experimenta el artista. Él mismo explica: “Todo,
absolutamente todo, es susceptible de ser triturado y reformulado de nuevo con
la esperanza de que aparezca lo imprevisto. Ese imprevisto, como sustrato de
toda experiencia, es un tesoro que podría ser la base de un nuevo trabajo”[1].
Al recorrer con la mirada estas “obsesiones” de
Roig nos damos cuenta de que en el fondo coinciden con las nuestras: Eros y
Tánatos. “Se me acusa constantemente de excesivo y obsesivo –dice Roig– porque
entiendo la imagen como un condensado de experiencia incomunicada y esa
convulsión desordenada posiblemente me lleve a la exageración. Los que
defienden la contención dramática están fuera de mi linaje de preocupaciones.
No hay que temer al exceso, posiblemente la única forma de acercarse a algo,
aunque hay muchos que prefieren, todavía hoy, la ciénaga del formalismo
fosilizado”[2].
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