EL COLECCIONISTA DE OBSESIONES
Bernardí Roig
Museo Lázaro Galdiano – 25 enero al 20 mayo de 2013
María Pérez Díaz
La Fundación Lázaro Galdiano ha
sido la encargada de ofrecer cobijo a la última actuación del artista Bernardí
Roig: El coleccionista de obsesiones.
En este trabajo, el artista ha recolectado algunas de sus obras realizadas con
anterioridad junto con otras creadas ex
novo para adecuarse a la exposición, incluso algunas resultan ser una
continuidad de trabajos anteriores (como es el caso de su intervención en el
parque de Bruselas de Tournay-Solvay).
Así pues, esta recopilación de obras que recurren
continuamente a las propias obsesiones e inquietudes de Roig, se
encuentra dispersa literalmente por todo el recinto. La disposición de las
esculturas no responde a un discurso museológico acostumbrado: no hay
cronología, no hay etapas estilísticas, no hay temas. En lugar de ello, las
esculturas se han apeado de sus pedestales y han echado a andar por el museo,
las sorprendemos a cada una en el rincón más inesperado, sueño de todo
Pigmalión.
Inspirado en el descubrimiento
del fotógrafo protagonista de Blow-up
de Antonioni, Roig le ha dado un giro al discurso museográfico, y gusta hacer
participe al espectador de su propio descubrimiento. De esta manera, las
esculturas se pueden encontrar en cualquier parte del museo, implicando al
espectador en una especie de juego, de manera que, sumado al propio goce
estético de la labor plástica de Roig, el visitante experimenta una añadida
satisfacción al apartar con la mano un arbusto y decir “¡aquí hay otra!”.
No vaya a pensar nadie que esto
supone una trivialización del contenido de la exposición en sí, o que se
intenta engatusar al visitante seduciéndolo con una especie de juego a lo
“buscando a Wally”. No. Se halla inserto precisamente en el discurso de Roig.
Continuamente se aprecia una labor por parte del artista de contraposición y a
la vez diálogo: las obras se encuentran en los márgenes del espacio expositivo
común (incluso hay zonas que se han abierto ex
profeso para dar cabida a una de las obras, ya que normalmente no forman ni
tan siquiera parte de la zona expositiva del museo), pero en un perpetuo
intento por buscar su sino en el hueco adjudicado, en relación con lo que hay
expuesto en él. Es decir, el resalte de las alfombras rancias del Lázaro
Galdiano en comparación con el mortecino tono de unas esculturas tremendamente
realistas no pretende tal contraste evidente, sino abrirse a un dialogo
conciliador, una tarea a la que ya se encomendó Roig en la Catedral de Burgos y
que parece ser que hará próximamente en el Patio Herreriano.
Desde esta perspectiva, podríamos
decir que se está plantando cara a una problemática actual, un desafío por
acercar a dos contrarios que en muchos casos son causa de reyerta entre sus
respectivos públicos. Es realmente urgente recordar la conexión del arte
clásico con su hijo (que algunos toman por bastardo) contemporáneo. Abunda hoy
en día la contraposición de lo que es cool
y lo que “huele a moho”, o desde el otro punto de vista, lo que “es arte” y
lo que “hace mi hijo con los plastidecor”.
Una vez más, el arte hace de
agente autocrítico, lanza una reflexión entorno a sus propios límites y
posibilidades.
Incluso en las esculturas se
puede apreciar de nuevo esa comunión de lo antiguo y lo moderno, de la mezcla
entre contraste y diálogo. No son Adonis musculados, sino hombres gordos,
calvos, con los pantalones desabrochados, que invitan ciertamente al patetismo,
y aunque su tono blanco mortecino parece no poder aspirar a la nívea piel
marmórea de una estatua clásica, lo cierto es que el uno es el descendiente
directo del otro.
Las comparaciones son odiosas.
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