Jorge
Gómez Sierra
Crítica
sobre la exposición Bernardi Roig. El
coleccionista de obsesiones
(Museo
Lázaro Galdiano; C/ Serrano, nº 122)
La pequeña tienda de los horrores
Renovarse o morir; expresión que habla por sí
misma y que parece haberse “medio” entendido entre los responsables del Museo Lázaro Galdiano. Y
digo “medio”, sí. Por un lado han mostrado un ápice de aperturismo, se han
atrevido con formas artísticas distintas a las que convencionalmente han
manejado. Me refiero a la llegada de la obra de Bernardi Roig a sus espacios
expositivos. La entrada en el museo de este artista ha supuesto un hecho
fundamental. Una bocanada de “aire fresco” para la institución que veía
modernizados algunos de sus criterios museísticos. Es primordial el hecho de no
utilizar las salas de exposiciones temporales sino las salas de la colección
permanente para esta muestra. Esto tiene su sentido, y es que Roig ha buscado
un diálogo entre sus obras y algunas de las obras o salas de la colección
permanente. Para el museo esto es algo positivo, teniendo en cuenta el
estancamiento que sufre y seguirá sufriendo si no se cambian esas formas
museísticas regidas por la acumulación de piezas, muchas a veces sin sentido
cronológico ni estilístico.
Roig se ha salido de lo común con El coleccionista de obsesiones. Ha roto
con el criterio convencional de exposición. Se busca el diálogo de lo
contemporáneo de Roig,con lo que el mismo edificio pueda ofrecer tanto en
exterior como en interior. La muestra no se cierra a un espacio delimitado, es
“libre”, no está condicionada por ese factor. Sin duda todo esto es atrevido
pero también arriesgado; quizá en algunas de sus 17 obras no se ha conseguido
el perfecto diálogo, existen algunos vacíos, no todo acaba de encajar de forma
correcta, hay piezas sueltas. Una tremenda sensación de desasosiego abruma mi
cabeza al ver todo aquello, es desconcertante presenciar como esas 17 obras se
han insertado entre cuadros de pequeño tamaño a modo de cuadros de gabinete,
armas decoradas, monedas, esculturas o piezas de tapicería, entre otros objetos
que guardan las paredes de este museo. Se generan contrastes muy acusados.
Dando la vuelta al asunto se puede decir que
la interacción entre lo contemporáneo y lo tradicional es en alguno de los
casos cordial, coherente e interesante. Por ejemplo, el tablón donde Roig va
colocando los recortes que le chocan u obsesionan promueve una seductora y sutil
analogía con lo que tiene a su alrededor. Esto no es algo aleatorio, sino que
es algo premeditado por el propio artista. Por otro lado, es en este mismo
tablón donde Roig destapa el tarro de las esencias, es donde podemos comprender
mejor la mente de tal personaje. En el percibimos el gusto por el ser humano,
de ahí el carácter antropocéntrico de sus obras; sin embargo, es un gusto por
lo underground, por lo pornográfico o por otras facetas humanas distintas,
cómicas, irónicas, etc. Su tablón no se ha colocado aleatoriamente en la sala
de arriba, Bernardi Roig ha buscado una sala donde las obras de arte le
produzcan una mayor fascinación y puedan ser dispuestas como “recortes”. Por
eso no es de extrañar que entre las piezas de esa sala encontremos figurillas
femeninas desnudas o en actitudes sugerentes.
Sin lugar a dudas se ha creado un cocktail
perfecto y polémico; es una muestra que no deja indiferente a nadie, un reclamo
ideal para intentar oxigenar este “anticuado” museo. Roig evoca a la atracción
de lo bizarro, como si se tratase de la gran planta carnívora de La pequeña tienda de los horrores.
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