BERNARDÍ ROIG. El coleccionista de obsesiones.
Museo Lázaro Galdiano. Serrano 122, Madrid.
24/ene al 29/may 2013.
Judit del Río;
con agradecimiento impagable a M. Álvaro Mora
por la idea para el título y por el Scotch.
con agradecimiento impagable a M. Álvaro Mora
por la idea para el título y por el Scotch.
Como agudamente señala Jiménez, a cargo del comisariado, en el panel de bienvenida, muy difícilmente se puede trazar nítida la línea que diferencia la memoria, la obsesión y el coleccionismo. El propio José Lázaro fue un sujeto aquejado –bienaventurados los que sufren– de los tres males. Incansable y meticuloso, convirtió su casa también en la de sus colecciones, proyectándola desde el inicio como un espacio de convivencia entre lo cotidiano y lo histórico. Esta dicotomía, esta tensión armónica entre lo presente y lo olvidado, lo familiar y lo extraño –¿acaso nadie pensaba sacar a relucir lo Unheimlich esta vez?– es la que continúa Bernardí Roig con sus obsesiones, repartidas por el espacio de la colección permanente del Museo. Ambos elementos –las salas de Lázaro y las níveas nalgas a medio esconder bajo un pantalón desharrapado– compiten en peculiaridad; tan llamativas son, cada una por sí misma, la exposición permanente y la temporal, que juntarlas no podía sino crear un abismo tras el impacto.
Sin duda los
protagonistas de la obra de Roig son inquietantes, pero tampoco
carecen de la siniestra cualidad las habitaciones de la otrora
señorial mansión –ahora camposanto cultural–, atestada de las
reliquias de una memoria
amedrentada por la posibilidad del olvido: estamos demasiado cerca
del horror vacui.
Lejos de hacerse incomprensible, el encuentro entre las figuras
desperdigadas y los recuerdos de Lázaro está mediado por el
diálogo. El equilibrio entre el intruso y el anfitrión es
respetuoso y cortés; tratan los dos la parcela de interés común
con detalle y minuciosidad, como corresponde al devoto de su materia.
Lo
bonito del préstamo del terreno del MLG como vitrina para la producción
de Roig es lo abonado que se encuentra ya. No es necesario crear un
ambiente previo: el coleccionismo no aparece en el nombre de la
muestra por azar, no hay Serendipity en la elección de los dos
conversantes. Reiteremos la
estrecha vinculación entre la obsesión por la eterna
juventud, por la permanencia infinita, del coleccionista; y desde ahí
la innegable obsesión de Roig por ciertos temas comunes –so
pena de patologizar de forma algo reduccionista algo tan bello como
el morbo por lo doliente que estos expresan–: la mudez. La ceguera.
La luz. La oscuridad. La negación. La pureza. La pureza blanca y
luminosa.
La indefensión de los
pies descalzos, crísticos, de los distraídos semidesnudos. La
manipulación de la intimidad a modo de tortura: colgados,
enterrados, encajonados, burlados, tarados, impedidos, ciegos, mudos,
subnormales. El freak show que presenta Bernardí se exhibe en un
circo de la pasada centuria, donde Lázaro almacenaba cuidadosamente
cada especie exótica que caía en sus manos. Este último un
ilustrado dedicado a la causa, mecenas tardío y humilde por su
honestidad. El otro fanático de lo mórbido, de la contradicción,
del tránsito frío, del extrañamiento del hombre en su entorno.
La luz, que debiera ser
salvación, sin embargo ciega, directa como es y pretendiendo ser
lamida, ingerida, por el personaje en los sótanos del edificio –luz
en las entrañas–; enmudece, al introducirse en la boca a modo de
mordaza; no ilumina como es de esperar, pues se lleva a las espaldas
y sólo sirve para marcar el camino al resto, mientras uno mismo
sigue a oscuras. Las funciones actuales necesarias –vista, gusto,
cordura– se pierden en favor de una función memorial hipotética y
futura –un mesías que porta la razón sobre sus hombros–. De igual
forma las funciones y objetivos del museo suponen la
desnaturalización de la obra y de su fisiología original,
encerrándola, colgándola, enterrándola, burlándola, impidiéndola.
No podría, en efecto,
ser más apropiada la ocupación de los hombres blancos.
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