jueves, 31 de enero de 2013

Escotomafobia.



BERNARDÍ ROIG. El coleccionista de obsesiones. 
Museo Lázaro Galdiano. Serrano 122, Madrid. 
24/ene al 29/may 2013. 
Judit del Río;
con agradecimiento impagable a M. Álvaro Mora 
por la idea para el título y por el Scotch.



Como agudamente señala Jiménez, a cargo del comisariado, en el panel de bienvenida, muy difícilmente se puede trazar nítida la línea que diferencia la memoria, la obsesión y el coleccionismo. El propio José Lázaro fue un sujeto aquejado –bienaventurados los que sufren– de los tres males. Incansable y meticuloso, convirtió su casa también en la de sus colecciones, proyectándola desde el inicio como un espacio de convivencia entre lo cotidiano y lo histórico. Esta dicotomía, esta tensión armónica entre lo presente y lo olvidado, lo familiar y lo extraño –¿acaso nadie pensaba sacar a relucir lo Unheimlich esta vez?– es la que continúa Bernardí Roig con sus obsesiones, repartidas por el espacio de la colección permanente del Museo. Ambos elementos –las salas de Lázaro y las níveas nalgas a medio esconder bajo un pantalón desharrapado– compiten en peculiaridad; tan llamativas son, cada una por sí misma, la exposición permanente y la temporal, que juntarlas no podía sino crear un abismo tras el impacto.

Sin duda los protagonistas de la obra de Roig son inquietantes, pero tampoco carecen de la siniestra cualidad las habitaciones de la otrora señorial mansión –ahora camposanto cultural–, atestada de las reliquias de una memoria amedrentada por la posibilidad del olvido: estamos demasiado cerca del horror vacui. Lejos de hacerse incomprensible, el encuentro entre las figuras desperdigadas y los recuerdos de Lázaro está mediado por el diálogo. El equilibrio entre el intruso y el anfitrión es respetuoso y cortés; tratan los dos la parcela de interés común con detalle y minuciosidad, como corresponde al devoto de su materia.

Lo bonito del préstamo del terreno del MLG como vitrina para la producción de Roig es lo abonado que se encuentra ya. No es necesario crear un ambiente previo: el coleccionismo no aparece en el nombre de la muestra por azar, no hay Serendipity en la elección de los dos conversantes. Reiteremos la estrecha vinculación entre la obsesión por la eterna juventud, por la permanencia infinita, del coleccionista; y desde ahí la innegable obsesión de Roig por ciertos temas comunes –so pena de patologizar de forma algo reduccionista algo tan bello como el morbo por lo doliente que estos expresan–: la mudez. La ceguera. La luz. La oscuridad. La negación. La pureza. La pureza blanca y luminosa.

La indefensión de los pies descalzos, crísticos, de los distraídos semidesnudos. La manipulación de la intimidad a modo de tortura: colgados, enterrados, encajonados, burlados, tarados, impedidos, ciegos, mudos, subnormales. El freak show que presenta Bernardí se exhibe en un circo de la pasada centuria, donde Lázaro almacenaba cuidadosamente cada especie exótica que caía en sus manos. Este último un ilustrado dedicado a la causa, mecenas tardío y humilde por su honestidad. El otro fanático de lo mórbido, de la contradicción, del tránsito frío, del extrañamiento del hombre en su entorno.

La luz, que debiera ser salvación, sin embargo ciega, directa como es y pretendiendo ser lamida, ingerida, por el personaje en los sótanos del edificio –luz en las entrañas–; enmudece, al introducirse en la boca a modo de mordaza; no ilumina como es de esperar, pues se lleva a las espaldas y sólo sirve para marcar el camino al resto, mientras uno mismo sigue a oscuras. Las funciones actuales necesarias –vista, gusto, cordura– se pierden en favor de una función memorial hipotética y futura –un mesías que porta la razón sobre sus hombros–. De igual forma las funciones y objetivos del museo suponen la desnaturalización de la obra y de su fisiología original, encerrándola, colgándola, enterrándola, burlándola, impidiéndola.


No podría, en efecto, ser más apropiada la ocupación de los hombres blancos.  



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