lunes, 28 de enero de 2013

La Heptóada postfranquista de Españaza.


JORGE GALINDO + SANTIAGO SIERRA. Los Encargados.
Galería Helga de Alvear. C/ Dr Fourquet no. 12, Madrid.
17/enero - 2/marzo 2013.

Judit del Río.



Sierra es un entusiasta del antisistemismo de gran formato –ya lo demostró con su NO, GLOBAL TOUR o las ocupaciones de las redes de comunicación en Obstrucción de una carretera con un contenedor de carga o 20 trozos de calle arrancada– y de las declaraciones oficiales de anticapitalismo de lo más proleta –ese espectacular rechazo al Premio Nacional de Artes Plásticas hace algo más de dos años, las múltiples piezas que incluyen a la clase trabajadora–. Ahora se amanceba con Jorge Galindo para protagonizar juntos una lamentable exhibición de disidencia política prêt-à-porter: desde la galería  hasta el salón de quién más quiera ser activista cultural.


Bien: los dos madrileños conmocionaron Madrid Capital City el pasado agosto y Helga de Alvear se transforma en el archivo donde queda el registro de aquella acción. Siete lienzos en macroformato que muestran los sobrios siete retratos de los siete feos presidentes de la España Democrática y el Rey –los mismos que se llevaron en procesión sobre coches negros, a imitación de los oficiales, colocados bocabajo–. Un vídeo, con la imagen invertida para permitir ver las caras en posición normal, muestra los rostros de los dirigentes desfilando por la Gran Vía. Una Varsoviana que quiere sonar a victoria –la voz del Pueblo, «los Encargados no nos representan, etcétera»– acompaña la grabación traspasando las paredes de la sala de proyección y proporcionando al espacio central con los cuadros una atmósfera épica de lo más hortera –que no se enfaden los del núcleo duro de la CNT1, que por sí sola es la mejor canción para ir a la huelga–. Sin embargo, ninoninoninó: al final el sonido se cierra con una sirena de la bofia: ¿han cazado a los rebeldes?


La muestra de Sierra+Galindo se puede leer en unas pocas claves fáciles: el retrato oficial de régimen, la decapitación, la caravana fúnebre.

1. La solemnidad transmitida por el cortejo es la de los retratos realizados en colores sobrios –blanco y negro, seriedad, rigidez– acoplados al lujo institucional de los coches también negros. A la vez es la hegemonía dictatorial del uso de la imagen, el culto al imperator acompañado por himnos que cantan la grandeza del mismo.
2. La guillotina que descabeza a los presidentes de la Transición remite no tanto a la justicia popular como al ajusticiamiento público; aunque algo parecido al relevo legítimo de la soberanía, que pasa del Kaiser a la masa, deben pretender los dos artistas.
3. Una marcha mortuoria que lleva a los hijos de puta decapitados –y al Madrid post-post-industrial que acoge el paseo– a la tumba.


Y aún hay algo más: la inversión de la perspectiva normal de las cabezas alude al desconcierto, a la extrañeza, a la dificultad de comprensión, al caos en que se encuentra esta santa patria.

Esta vez el comunismo en lata de Sierra –auxiliado por su compadre, no olvidemos– toma dimensiones inusitadas que, aún más que convertir la galería en un delirio histriónico, la acercan al ridículo. Que un par de señoritos inmiscuidos en el circuito galerístico puedan considerarse de idéntica condición y anhelos que el grueso de la ciudadanía descontenta –deshauciados, parados, okupas, los negros del gueto2– es poco menos que ofensivo. Ojalá pudiera arrogárseles a cualquiera de ellos la cualidad de cínicos, de indolentes incluso: entonces parecería la instalación que nos presentan un ejercicio de ácido sarcasmo, demostración de su retorno por un camino que han recorrido mucho antes que el resto. Sin embargo lo que transparenta todo este tinglado es la arrogancia del iluso; o peor: la del ignorante. Más allá de la teatralidad de siete telas de casi tres metros cuadrados, la muestra es decepcionante, pretenciosa y de una simplicidad imperdonable.




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1 Un saludo a mis compañeros de Tirso.
2 Lavapiés.

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