jueves, 31 de enero de 2013

Los Illuminati de los pantalones caídos


Bernardí Roig está fundamentalmente interesado en cuestiones como la figuración humana (inscribiéndose en la iconografía clásica), la integración en el espacio, el uso de arte tecnológico, y la acción de la luz como protagonista - rasgos que se aprecian en artistas como Jaume Plensa, Daniel Canogar y Chema Alvargonzález. Roig dice que sus obras dialogan con el espacio que ocupan porque con su presencia activan el lugar, y que los límites de la obra son los propios límites del espacio que la contiene. También afirma que finalmente el espectador es quien despierta el relato, aportando su visión particular a la obra y dotándola de un sentido único. En este caso, los “artefactos” del autor están camuflados entre la colección permanente del Museo Lázaro Galdiano, habiendo sido ésta la primera vez que se ha introducido a un infiltrado moderno en ella. Este diálogo (o “monólogo en espacio compartido”) establecido entre arte de distintas épocas ya se utilizó en 2009 en Ca’Pesaro, Venecia. Aquí, las obras de Roig invaden cada rincón del museo, consiguiendo de alguna forma no romper con la estética reinante. Como si llevaran allí desde la fundación del museo, brotan de las paredes y el suelo como elementos orgánicos, tanto en el interior como en el exterior, y redescubren rincones antes olvidados o ignorados. El Museo Lázaro Galdiano es en sí una “colección de colecciones”, y la exposición gira en torno a la idea del coleccionismo, presentando al artista como un “coleccionista de representaciones”.

En Ejercicios para chupar la luz aparece esa figura masculina tan característica, blanca como una aparición, semidesnuda y rechoncha, con los ojos cerrados como puños, y arqueada bajo el peso de la luz. Está marcada por una inequívoca introspección que no deja indiferente; lo que Roig llama un “impulso obsesivo hacia la búsqueda de lo imposible”. ¿Es esa búsqueda de lo imposible una confrontación freudiana con el propio inconsciente, llevándonos a perseguir y desear lo prohibido o lo desconocido? Como Tiresias, somos ciegos adivinos que debemos valernos de nuestra luz interior para sobrevivir, y persistimos tercamente en la adoración de una divinidad solar que nos ciega aún más y nos maniata. Ya nos decía nuestra madre, “niño, no toques la bombilla que te vas a quedar pegado”, pero como una mariposa nos vemos irresistiblemente atraídos hacia la luz. Es la pulsión medio masoquista medio curiosa de Ícaro volando hacia el sol, como urracas seducidas por lo brillante. Esas bombillas y neones parecen haber huido de sus entrañas, como vomitadas, convirtiendo a sus antiguos portadores en criaturas angustiadas e incoloras, patéticamente anhelantes, y con los pantalones a medio subir.

En el tablero de imágenes destaca la presencia obsesiva de cabezas calvas, que recuerdan al uso del huevo en Dalí, la manzana en Magritte, o la piedra en Brancusi, símbolos del origen del mundo. Como la esfera, la superficie de una cabeza calva es ilimitada pero finita, al igual que sus asociaciones. Obsesión, repetición, eterno retorno. Este uso autorreferencial casi patológico de las paranoias, me recuerda a un documental sobre la obra de Mozart, en la que se decía que el compositor escribía la música que calmaba sus nervios y sus obsesiones repetitivas, como una suerte de terapia artística (como por ejemplo el aria del Papageno). Queda claro por la última exposición de Roig (Walking on faces, Lonja de Palma de Mallorca) que su obra tiene una gran acogida entre el público. Y me atrevería a decir que el espectador se siente especialmente identificado con esas criaturas fantasmagóricas, esos illuminati caídos del pedestal que convierten al arte mismo en antihéroe. 

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