jueves, 31 de enero de 2013

Las comparaciones son odiosas




EL COLECCIONISTA DE OBSESIONES
Bernardí Roig
Museo Lázaro Galdiano – 25 enero al 20 mayo de 2013

María Pérez Díaz

                                                                                                                 

La Fundación Lázaro Galdiano ha sido la encargada de ofrecer cobijo a la última actuación del artista Bernardí Roig: El coleccionista de obsesiones. En este trabajo, el artista ha recolectado algunas de sus obras realizadas con anterioridad junto con otras creadas ex novo para adecuarse a la exposición, incluso algunas resultan ser una continuidad de trabajos anteriores (como es el caso de su intervención en el parque de Bruselas de Tournay-Solvay).
Así pues, esta recopilación de obras que recurren continuamente a las propias obsesiones e inquietudes de Roig, se encuentra dispersa literalmente por todo el recinto. La disposición de las esculturas no responde a un discurso museológico acostumbrado: no hay cronología, no hay etapas estilísticas, no hay temas. En lugar de ello, las esculturas se han apeado de sus pedestales y han echado a andar por el museo, las sorprendemos a cada una en el rincón más inesperado, sueño de todo Pigmalión.
Inspirado en el descubrimiento del fotógrafo protagonista de Blow-up de Antonioni, Roig le ha dado un giro al discurso museográfico, y gusta hacer participe al espectador de su propio descubrimiento. De esta manera, las esculturas se pueden encontrar en cualquier parte del museo, implicando al espectador en una especie de juego, de manera que, sumado al propio goce estético de la labor plástica de Roig, el visitante experimenta una añadida satisfacción al apartar con la mano un arbusto y decir “¡aquí hay otra!”.

No vaya a pensar nadie que esto supone una trivialización del contenido de la exposición en sí, o que se intenta engatusar al visitante seduciéndolo con una especie de juego a lo “buscando a Wally”. No. Se halla inserto precisamente en el discurso de Roig. Continuamente se aprecia una labor por parte del artista de contraposición y a la vez diálogo: las obras se encuentran en los márgenes del espacio expositivo común (incluso hay zonas que se han abierto ex profeso para dar cabida a una de las obras, ya que normalmente no forman ni tan siquiera parte de la zona expositiva del museo), pero en un perpetuo intento por buscar su sino en el hueco adjudicado, en relación con lo que hay expuesto en él. Es decir, el resalte de las alfombras rancias del Lázaro Galdiano en comparación con el mortecino tono de unas esculturas tremendamente realistas no pretende tal contraste evidente, sino abrirse a un dialogo conciliador, una tarea a la que ya se encomendó Roig en la Catedral de Burgos y que parece ser que hará próximamente en el Patio Herreriano.

Desde esta perspectiva, podríamos decir que se está plantando cara a una problemática actual, un desafío por acercar a dos contrarios que en muchos casos son causa de reyerta entre sus respectivos públicos. Es realmente urgente recordar la conexión del arte clásico con su hijo (que algunos toman por bastardo) contemporáneo. Abunda hoy en día la contraposición de lo que es cool y lo que “huele a moho”, o desde el otro punto de vista, lo que “es arte” y lo que “hace mi hijo con los plastidecor”.
Una vez más, el arte hace de agente autocrítico, lanza una reflexión entorno a sus propios límites y posibilidades.
Incluso en las esculturas se puede apreciar de nuevo esa comunión de lo antiguo y lo moderno, de la mezcla entre contraste y diálogo. No son Adonis musculados, sino hombres gordos, calvos, con los pantalones desabrochados, que invitan ciertamente al patetismo, y aunque su tono blanco mortecino parece no poder aspirar a la nívea piel marmórea de una estatua clásica, lo cierto es que el uno es el descendiente directo del otro.
Las comparaciones son odiosas.



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